CONTAMINACIÓN QUÍMICA.
La explotación de los recursos naturales, la obtención de energía, la transformación de las materias primas en productos elaborados, su distribución y comercialización conllevan un proceso de vertido de productos químicos al medioambiente. Y esos productos producen contaminación.
No todos los vertidos contaminantes han de ser peligrosos para el ecosistema. Así las escombreras no son tóxicas ni dañinas, aunque sí tienen un fuerte impacto visual. Desgraciadamente la mayoría de los vertidos realizados por la industria o en los hogares contienen sustancias químicas que no son inertes, sino muy activas y, en muchos casos, venenosas.
Metales pesados, plásticos, detergentes, blanqueantes, y un sin fin de sustancias son vertidas sin control al aire que respiramos, a los ríos de los que tomamos el agua para beber o a las playas en las que nos bañamos. Y no sólo los afean, muchos suponen un grave riesgo para la flora y la fauna y, directamente o a través de la cadena alimenticia, para los seres humanos.
CONTAMINACIÓN DE AGUAS Y TIERRAS.
La aguas son contaminadas por vertidos industriales, aguas residuales
de las poblaciones, petróleo procedente de los vertidos accidentales y pesticidas y fertilizantes
agrícolas. También el agua caliente procedente de las industrias eléctricas debe ser considerada contaminante, ya que eleva la temperatura del agua natural.
Junto a los problemas ocasionados en
la flora y la fauna, la contaminación del agua puede ocasionar graves trastornos para la salud. Así, los nitratos, procedentes de los fertilizantes de uso agrícola, pueden provocar enfermedades mortales en niños y muchos metales pesados ocasionan envenenamiento crónico, ya que se acumulan en el organismo.
Mientras que el agua es contaminada por cualquier producto químico, el aire se ve afectado por los gases y humos de las industrias, hogares y medios de transporte. En muchas ciudades, la contaminación del aire por los automóviles que circulan, que liberan dióxido de carbono y monóxido de carbono, puede ocasionar incluso la muerte de ancianos y niños. Además, accidentalmente, las industrias vierten al aire productos altamente peligrosos y nocivos.
LLUVIA ÁCIDA.
El empleo de combustibles fósiles, tanto derivados del carbón como del petróleo vierte a la atmósfera grandes cantidades de dióxido de azufre y de diversos óxidos de nitrógeno. Por acción de la luz solar estos óxidos se transforman en trióxido de azufre y pentóxido de dinitrógeno que, con el agua presente en la atmósfera, se transforman en ácido sulfúrico y en ácido nítrico. Estos ácidos caen al suelo arrastrados por la lluvia.
Esta lluvia que contiene ácido sulfúrico y nítrico no sólo ataca las estructuras metálicas y de cemento humanas, también ocasionan daños directos sobre las hojas y raíces de las plantas sobre las que cae la lluvia, llegando incluso a acabar con ellas. Junto a estas acciones directas, la lluvia ácida produce la acidificación el suelo y las aguas, impidiendo el desarrollo de las plantas y matando a los animales.
No todos los ecosistemas son igual de sensibles frente a la lluvia ácida. Bosques y lagos son los más afectados por la lluvia ácida, sobre todo en zonas que carecen de carbonatos. Pero en cualquier ecosistema el efecto de la lluvia ácida puede llegar a ser impredecible.
EFECTO INVERNADERO.
Desde la revolución industrial, la quema de combustibles fósiles a aumentado el vertido de dióxido de carbono a la atmósfera. De forma natural, mediante la fotosíntesis, las plantas y árboles toman el dióxido de carbono del aire y lo transforman en hidratos de carbono liberando oxígeno en el proceso.
Pero junto con el incremento de las emisiones de dióxido de carbono se ha producido una disminución en las masas forestales del planeta, de forma que las plantas no pueden tomar el dióxido de carbono del aire y éste aumenta su concentración.
El dióxido de carbono es causante del llamado efecto invernadero. La Tierra recibe su calor del Sol y, parte de él, lo emite al espacio exterior, en forma de radiación infrarroja. El dióxido de carbono impide que esa radiación infrarroja escape al espacio, por lo que calienta la atmósfera y, con ella, la Tierra.
Este calentamiento de la atmósfera puede tener efectos desastrosos. Dejando aparte las consecuencias climáticas que pueda llegar a originar, con la consiguiente transformación en los ecosistemas y las cosechas, un aumento de unos pocos grados en la temperatura de la Tierra podría ocasionar la fusión de los hielos de los casquetes polares, lo que haría que el nivel del mar ascendiera varios metros, inundando las ciudades costeras donde vive la mayor parte de la población mundial.
LA CAPA DE OZONO.
La capa de ozono es una región de la atmósfera, situada entre los 19 y los 48Km. por encima de la superficie de la Tierra que contiene una proporción de 10 partes por millón (10ppm, es decir, en mil litros, hay un mililitro) de ozono. A nivel del suelo esta concentración de ozono es peligrosa para la salud, pero a la altura a la que se encuentra es indispensable para la vida en la Tierra.
El Sol produce luz y radiación ultravioleta, que es la responsable del bronceado y de las quemaduras cuando, en verano, nos exponemos al Sol. El ozono de la atmósfera se encarga de absorber la radiación ultravioleta más peligrosa. Sin la capa de ozono, las peligrosas radiaciones ultravioletas llegarían en su totalidad al nivel del suelo, aumentando las enfermedades cutáneas y los cánceres.
A finales de los años 70 se descubrió que la capa de ozono estaba desapareciendo sobre la Antártida, lo que se conoce como agujero de ozono, producido por los compuestos clorofluorcarbonados, sustancias que se emplean como refrigerantes en neveras y aparatos de aire acondicionado y como propelentes en sprays. Liberados en la atmósfera destruyen el ozono, convirtiéndolo en oxígeno normal que no detiene los rayos ultravioletas. Al no tomarse medidas adecuadas, el agujero en la capa de ozono sobre la antártida no sólo aumenta cada año, sino que ha aparecido otro sobre el ártico, los países escandinavos y Norteamérica.
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